Clitemnestra, la 'wonder woman' de las tragedias clásicas
Muchos hablan de Clitemnestra como una
mujer vengativa. Así la conocen algunos. Otros, ni siquiera saben quién es. De
Agamenón sabemos más. O de Troya. Y no
seré yo quien entre en disputa con Sófocles.
No, la que aquí nos atañe es ésa que
empezó a creer que la locura quizás fuera la consecuencia natural de todos los acontecimientos
que sucedían a su alrededor. Clitemnestra no es una tragedia más. No, fue una
que cambió la historia.
José María del Castillo ha tenido una
labor complicada. Se empeñó en darle forma a un personaje femenino fuerte y
transgresor que puede herir la sensibilidad del patriarcado. Así, se ha hecho
eco de la cultura griega y la ha conjugado con la hispánica dando lugar a una
simbiosis perfecta. Piano y guitarra que se alían para que esta historia tenga
todo el sentido que merece.
Pero, realmente ¿qué es lo que
diferencia esta obra de otra de parecidas características? Lo primero y más
esencial es el conjunto de temas a tratar en la misma, llena de referencias a
sentimientos internacionales como ese de la maternidad, en el que será la
propia Clitemnestra la que aluda a que ser madre no se entiende o debería no
entenderse como algo efímero. Es más, se experimenta un luto inevitable que -sin ninguna duda- traspasa al público ese vacío. Una hija pidiéndole a su hija que no la
olvide, pero que siga adelante. El mismo dolor al tener que al perder. Parir
hacia el otro mundo. Además, no hay que olvidar el enfoque del director del erotismo –representado por el esbelto y atrayente baile de abanicos– donde se habla
del sexo no solo sin tapujos, también de forma taimada, mordaz y jocosa. A ello
habría que añadirle momentos expresados con danza que dejan más claros los
sentimientos de lo que podrían haberlo hecho las palabras. La hipocresía de un
escarceo criticado por todos con el que Clitemnestra nos invita a la reflexión.
Una obra clásica llena de actualidad. Siempre hubo los mismos deseos, pero
diferentes formas de esconderlos o hacerlos palpables. Cómo hay amores que
nunca pierden fuerza o victorias que no compensan tanto sacrificio.
Del Castillo ha incluido el movimiento
como parte del proceso visceral. Coreografías perfectamente insertadas, el
recitar como arte visual, usar el cuerpo como herramienta para somatizar las
palabras escritas. Exteriorizar lo que sienten los ojos mientras lloran. Y todo desde una perspectiva que deja claras sus raíces.
Aquí se suceden una serie de aciertos
incrustados en el desarrollo de la obra, dando lugar a cambios de tono
perfectamente justificados o la falta de transiciones, pero ubicando con
destreza las escenas. Estamos ante un teatro que usa a sus actores para
subrayar conceptos. Además, la participación equitativa por parte de todos los
intérpretes no impide, sin embargo, que resalte el trabajo de su protagonista,
Natalia Millán, cuya actuación ayuda a que nos creamos un relato que
continuamente ha estado insuflado de mitificaciones.
Llena de sutileza, sugerencia, armonía y
gozando de una eficiente amalgama de sabores, nos presenta a unos personajes
que se muestran acobardados de sí mismos, de lo que la historia hace con ellos.
Al fin y al cabo, nos encontramos ante una tragedia humanizada. No obstante,
nos ofrece con tino y sin soberbia algún que otro momento de distensión que
suaviza la tensión en el espectador quien, de forma inesperada, la recibe con ganas.
No habría que dejar que el eco de la
Clitemnestra de José María del Castillo no resuene con la potencia con la que
el personaje fue escrito y trazado. Habría que –salvando una analogía nerd–
dejar que esta Wonder Woman de
las tragedias griegas nos enseñe que hubo tiempos mucho peores, pero ninguno
que no pueda superarse con la determinación y la entrega de alguien que sabe
que puede cambiar el mundo con su pequeña aportación.
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