No enseñes el tiburón

Me encantan las pelis de tiburones. 

Las de tiburones, pero las cutres. 

Esas en las que los efectos especiales dejan bastante que desear. Por no decir mucho.

Las que no respetan las escalas. Ni la física, ni la biología. Ni la lógica.

Es como si, de alguna forma, me atrajera la mediocridad. Como si me embelesara, me abdujera y me clavara en la silla en busca de la siguiente vulgaridad. 




Los tiburones, ¿eh? Son animales curiosos. 

Cuando los espías te das cuenta de que portan ese equilibrio, esa mezcolanza perfecta entre la inquietud y la paz. Su andadura por el agua transmite la calma más categórica y, sin embargo, tu cabeza no puede elidir esa marcha tenebrosa, esa melodía fantasmagórica que augura que se aproxima un peligro y que ese bicho se va a volver loco en cualquier instante.

 

Todo esto que os he contado hasta ahora no hace que me aleje de la otra parte de mí, esa que también exige documentos audiovisuales que aludan a metáforas de escualos aunque no necesariamente se hayan de referir a ellos.

 

Vivimos una época atroz. Todo sucede a un ritmo trepidante, vertiginoso e intrépido. Pareciera mentira que precisamente vengamos de esos tiempos en los que se cambiaron los códigos simplemente por enseñar el monstruo más tarde. 

 

Es harto conocido que Spielberg fue un precursor de lo que acontecería después. Aunque mostrara el tiburón más tarde porque hubiera desavenencias entre lo mecánico y lo salado. Pero que no fuera intencional es lo de menos, lo de más es dónde quedó aquello. 

 

Esta época que nos hace resbalar contra la tecnología y la lluvia de estímulos nos exhorta a enseñar el tiburón lo antes posible. La gente está tan acostumbrada a ver el tiburón que el no mostrarlo no hará que lo eche de menos, sino que se largará en busca de otra criatura menos tímida. 

 

Películas como ‘Drive my car’ -ahora ganadora del Oscar- dan miedo. No porque vaya a salir de la nada un ente que te haga saltar de la silla, sino porque concibes que te vas a aburrir si tomas la iniciativa de sentarte delante de una pantalla que la proyecte. Esto es gravísimo. Nos estamos perdiendo conversaciones repletas de pedagogía y destreza lingüística y filosófica por no atrevernos a que se nos muestre que la vida no es un carrusel alocado e interminable. Los procesos catárticos están siendo relegados al entretenimiento más vacuo. 

 

Nos debatimos todo el tiempo en perseguir algo predecible, para terminar exigiendo encontrar el sobresalto. 

Porque sin ese discurso sobre el buque de la Armada de Indianápolis no podríamos concebir la tragedia que nos lleva al mar. Y nos adentra, no simplemente en las fauces del escualo, también en las de la vida.

 

A fin de cuentas, no solo vale con sorprenderse. Hay que sorprenderse bien. 

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