PICASSO: El artista y la persona

 He padecido la misma disyuntiva durante toda la porción de vida que he dedicado al arte. 

O que, al menos, he tenido aproximación con el mismo. 

Sí, eso se traduce en una vida entera, desde que tengo uso de razón.

El dilema es sencillo: ¿debemos separar al artista de la persona?

Para seros sincera, no logro obtener una respuesta satisfactoria conmigo misma.

Y después está este señor: Picasso. Un artista sin parangón muy sujeto a su época y sus respectivos ecos machistas.

 

Estas vacaciones las pasamos en Málaga. Teníamos una parada obligada: el Pompidou. Sin embargo, debido al poco tiempo que estaríamos, nos debatíamos entre visitar o no el museo de Picasso. Ya sabéis, sus mejores trabajos están repartidos por el mundo. Vivimos en la ciudad donde duerme el Guernica. Los comentarios en el todopoderoso Google de los que habían ido no eran concluyentes. Así que buscamos un hueco y nos aventuramos. No os voy a tener en ascuas: merece la pena.

 

Ahora os voy a contar por qué este viaje hizo que me reconciliara un poco con el malagueño. Y no, este artículo no está orientado hacia un decálogo sobre las líneas básicas de su arte. Dios me libre de ser una intrusa en el gremio. 

Pero sí que quiero comentar las pautas que más calaron en mí.

 

  • El cuerpo humano y su representación.

Un artista nunca debería de pintar dos ojos iguales, porque no lo son. El artista tiene la obligación de hacer ver esto.

Picasso concebía el cuerpo como un bloque hecho por piezas que se vuelven a construir. De ahí el talante geométrico del que dotaba sus formas. Un estilo que, personalmente, me recuerda a los trazos egipcios. Todos sabemos que para plasmar la realidad están las fotos. Su labor consiste en resaltar lo que es diferente y agudizarlo en todo aquello que pintaba. El máximo de humanidad posible en las mínimas líneas posibles. Esquematizar y geometrizar las formas orgánicas. Ése era su propósito.

 

  • Era español.

E internacional, por supuesto. Pero, ante todo, español. Joder, si hasta tiene un cuadro de la siesta. Y lo era en el sentido trascendental de lo que somos. Partimos de nuestra cultura, de nuestras raíces, para empaparnos de tantas otras. Y extenderlas mucho más allá de nuestras fronteras. Qué orgullo ser tan rompedores.

 

  • Engaños espirituales.

¿Acaso no es eso la pintura? Picasso siempre demostró que hay cosas con formas o siluetas de otras. Más que en un engaño sensorial, él lo denominó engaño espiritual. Es una manera —como cualquier otra— de manipular. En este caso, por pensamiento asociativo. Esa Cabeza de Toro (1943) lo deja bien claro.

 

  • Mujeres.

Llegamos al quid de la cuestión. A mi “frontera” con respecto a él. Me resultó muy curioso acceder a su etapa sobre los Minotauros. Lo usa como una especie de alter ego, lo evoca en sus cuadros para expresar la violencia sexual y el arrepentimiento contra las mujeres.

 

  • Toros.

Este tema lo obsesionaba. Absolutamente. Las corridas de toros eran una representación de la brutalidad de la vida, la necesidad del poder o de mostrar virilidad. Una alegoría magistral que trasciende a la tauromaquia. Por supuesto. A fin de cuentas, entendí en uno de sus cuadros que su relación con las mujeres es muy parecida a la que tienen los toreros con los toros. Hay admiración del ejecutor hacia el otro. No puede vivir sin la otra parte de la ecuación. Pero le agradece la existencia, lo que le provoca, haciéndole padecer el sacrificio para alcanzar la catarsis.

 

  • La polivalencia del artista.

Mis cuadros antiguos no me interesan. Siento mucho más curiosidad por lo que aún no he hecho.

El malagueño también tenía la necesidad de demostrar que un artista no tiene por qué estancarse en un estilo.

 

  • La paloma de la paz.

Seguramente —junto al Guernica— este sea su máximo legado. Y es que Picasso, pese a que no se mostraba muy afín a la política, se inmiscuyó de lleno durante la Guerra Civil Española, hecho que le marcó de por vida, convirtiéndose en un defensor expreso de la paz y la libertad. Las palomas representan la relación con su padre, ya que éste también era pintor y plasmaba a menudo su entorno más cercano en el palomar que tenían. Entonces, cuando le encargaron en 1949 el cartel para el I Congreso Mundial por la Paz de París, Louis Aragon —poeta y editor— escogió el dibujo de la paloma en una de sus visitas al taller de Picasso. Fue un hito tan rompedor, que incluso el artista llamaría Paloma a su hija.

 

En conclusión, el arte es el hijo rebelde que nos ha dado la vida. Y los que elegimos evadirnos del mundo a través de él a veces —casi siempre— nos volvemos un poco locos. Debemos de tratar de ser las mejores personas posibles. 

Que lo consigamos, solo es cuestión de prueba y error.

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